Este
almuerzo debió ser ayer que era el día del Solsticio de verano, pero por un
desperfecto técnico (me quedé sin plata y no había manera de transferir) tuvo
que ser pospuesto. A veces, las cosas no salen a
la primera porque no ha llegado el momento preciso.
Bueno,
volviendo al relato. Quería celebrar el solsticio de verano; darle la bienvenida
a la luz, a la brisa y a esa modorra sabrosa que traen los días de junio,
julio, agosto y septiembre y que es producto de los años de colegio cuando en
lo que empezaba el verano, se acaban las obligaciones y se tenía todo el tiempo del mundo para jugar,
investigar y divertirse. Crecí en una
época donde los padres no se sentían en la obligación de mandarlo a uno para un
campamento de verano, sino que se contentaban con que estuviese en casa,
inventando travesuras.
Para la
ocasión, quería almorzar en el jardín, pero ¡mi jardín da
lástima! Gracias al jardinero que acabó
con la grama, el patio es una gran extensión de tierra con unos cuantos mangos
en el suelo y algunas hojas por aquí y por allá. Sin embargo, viéndolo con ojo de director cinematográfico
que quiere mostrar algo que no es más que cartón piedra, me fijé que debajo del
tamarindo había una locación ideal. Con la
paciencia del Santo Job, mudé una mesita redonda de la sala y una silla del
comedor debajo del tamarindo. Se veía
romántico y a la vez extraño; normalmente uno no se encuentra mesas y sillas de
caoba en mitad de un tierrero, debajo de un árbol, pero los romances son así:
extraños e inesperados. Procedí entonces
a cortar unas flores rojas porque le estaba dando la bienvenida al verano con
toda su pasión y las metí en un vaso de cristal que me encontré curucuteando
entre viejos regalos de matrimonio.
El "set" para el almuerzo con la asistente de cámara verificando todo. |
Preparé el
ágape: pizza y una bebida que combina jugo de durazno y té de flor de Jamaica
con un poquito de té verde y limón. En
realidad, los colores también son significativos porque son amarillos, rojos y
naranjas, los colores del verano. Adorné
un vaso con corazones rojos con una rodaja de limón, lo llené hasta el tope de
hielo y serví el combinado, mientras se horneaba la pizza. Igual que en el post anterior incluyo la
receta porque es facilísima y no tiene nada que envidiar a las pizzas compradas. De postre: gelatina “para las uñas y el pelo”,
como decía mi mamá.
Los ingredientes |
Lista para ir al horno |
La mesa servida y la asistente de cámara asegurándose que todo estuviera bien dispuesto |
Llevé todo
a mi set improvisado de cine y ¡a comer!, no sin antes agradecer por
el festín y todas las maravillas que me rodean.
Mientras almorzaba me fijé que el jazmín de la india que mi mamá sembró alrededor
de todo el jardín está florecido, lo que le brindó al aire fresco un rico olor
a jazmín (a mí me produce una alergia atroz, pero igual huele rico).
A veces estamos tan
obnubilados por los problemas que no vemos bien lo que nos rodea y que puede
ser muy hermoso.
Los jazmines en flor |
La receta
de la pizza:
Para la
salsa:
Un tomate,
una cebolla muy pequeñita, 1 cucharadita de azúcar y una pizca de sal
Para la
cubierta de queso:
Queso
mozzarella de búfala, una cucharada grande de parmesano y orégano al gusto.
Pan de
pita.
Hornear a
450°F durante seis minutos y medio.
Tip:
Generalmente,
compro unos cuantos tomates y los licúo con la cebolla y los aderezos, meto la
salsa en una bolsita plástica y la congelo.
Así tengo salsa de pizza o de tomate para cuando me provoque.
Tip2:
Compro unas
tres bolitas de mozzarella, las corto en cuadritos, las mezclo con el parmesano
y el orégano, e, igualmente, lo embolso y lo congelo.
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